Un puñado de cuadros, una vitrina discreta, una sala escondida en el Edificio Villanueva. A veces no hace falta más para iluminar una figura enterrada por el tiempo. El Museo del Prado recupera la obra del pintor Antonio Muñoz Degrain con una muestra que no busca el espectáculo, sino el redescubrimiento silencioso.
El visitante encontrará diez lienzos que desafían etiquetas. Paisajes encendidos, escenas casi teatrales, composiciones donde el color parece sonar. La mitad de estas obras ha sido restaurada recientemente, lo que permite ver con nitidez una técnica vibrante, por momentos incontrolable, profundamente personal. No hay academicismo: hay furia, emoción, libertad. Junto a las pinturas, se exponen documentos que humanizan al artista. Su discurso de ingreso en la Real Academia de San Fernando, donde defendía la sinceridad como brújula del arte; un dibujo donado que no busca lucirse, pero conmueve; y la fotografía de un retrato que lo muestra grave, casi ausente.
Esta exposición forma parte del programa del Prado para visibilizar su fondo de pintura del siglo XIX, demasiado amplio para los focos habituales. En lugar de grandes retrospectivas, pequeñas cápsulas como esta abren grietas por donde reaparecen los olvidados. Y entre ellos, pocos tan difíciles de clasificar y por eso tan actuales como Muñoz Degrain.