Dieciocho sepulturas han devuelto a la luz los restos de veintiún individuos —entre ellos mujeres y niños— enterrados en ataúdes sencillos de madera, acompañados de rosarios, medallas y silencios que duran siglos. Esqueletos articulados que revelan cuerpos nunca trasladados, cuerpos que cuentan una historia de ciudad densa, golpeada por epidemias, donde la vida y la muerte compartían patio.
También ha aparecido una cisterna, quizás usada para lavar ropa, ahora convertida en osario improvisado de huesos desplazados en algún intento de reorganización funeraria.
El Corralet estaba junto al Aula de Anatomía y el depósito de cadáveres, una ubicación que no deja lugar a dudas: la muerte formaba parte del aprendizaje. Este hallazgo no solo resucita una parte olvidada de la historia urbana, sino que recuerda que, en Barcelona, incluso el subsuelo guarda lecciones.