La muestra traza un mapa de voces que el poder quiso domesticar: poetas encarcelados, artistas censurados, cuerpos vigilados. Desde los versos de Piñera hasta las performances de Luis Manuel Otero Alcántara o las canciones prohibidas de Maykel Osorbo, cada obra revela una forma distinta de nadar contra corriente, de inventar oxígeno en medio del control y la sospecha.
Pero He aprendido a nadar en seco no se queda en Cuba. Fusco desplaza el eje hacia Estados Unidos, donde disecciona el otro rostro del poder: la institucionalidad cultural, el exotismo como espectáculo, la ilusión de diversidad. Con ironía y lucidez, recupera fragmentos de su célebre The Couple in the Cage para poner al espectador ante su propio reflejo: ¿hasta qué punto seguimos observando al “otro” tras los barrotes del museo?
Entre video, archivo y performance, la exposición funciona como una trinchera poética. Fusco no busca reconciliación, sino conciencia. No invita a mirar, sino a pensar. He aprendido a nadar en seco es, en el fondo, una lección de resistencia: aprender a respirar donde el aire —y la libertad— escasean.
 
                                            
                                        
                                    