Los personajes, arrastrados desde vidas dispersas y aceleradas, se ven obligados a compartir un espacio que ya no reconocen como propio. El pasado que los unía aparece deshilachado, y lo que queda es una mezcla de desconfianza, ternura y miedo: miedo a lo que viene, a decidir si tener hijos o renunciar a ello, a romper con los propios para poder avanzar, a recuperar la capacidad de ilusionarse cuando el futuro parece incierto.
El espectáculo convierte la casa de duelo en un espejo: allí donde el ritual marca los tiempos, la familia debe aprender de nuevo qué significa pertenecer, y si esa pertenencia es elección, carga o refugio. En Los nuestros, la intimidad se despliega sin estridencias, mostrando cómo incluso en la fractura puede nacer una forma distinta de estar juntos.